martes, 18 de diciembre de 2012

UN CUENTO PARA NAVIDAD

Bueno, llegan las ansiadas vacaciones después de las duras jornadas de exámenes. Como despedida del año   (no del curso, que queda mucho...) quiero dejaros este cuento que en principio es para niños (¿acaso no son los verdaderos protagonistas de estas fechas?) y por eso lo escribo con letra grande, pero cuando lo leáis comprobaréis que es también para mayores. Es melancólico como este tiempo de navidad, donde algunos vivimos acompañados por los recuerdos. 
FELIZ AÑO A TODOS. 
CAJA DE CARTÓN
Txabi Arnal & Hassan Amekan


Cuando nací mamá me metió en una caja de cartón. Era una de esas cajas donde guardan sus zapatos quienes tienen zapatos. Durante un tiempo la caja fue mi cuna, mi habitación, mi casa, las paredes que amortiguaban el llanto de mamá.

Pocas semanas después mamá gastó todos sus ahorros. Compró un billete para una embarcación que nos debía llevar a una tierra donde las niñas no duermen en cajas, ni las mamás lloran.


   
Emprendimos el viaje a través del mar. El segundo día nos sorprendió una tormenta. El barco zozobró, dio la vuelta y caímos al mar. Mamá nadó desesperadamente hacia la costa, arrastrando de mi pequeña embarcación de cartón. Sus paredes amortiguaron los gritos de quienes no sabían nadar.


Llegamos a una playa solitaria. Mamá y yo, nadie más. La marea se llevó mi caja mar adentro. Ya nada amortiguaba el llanto de mamá.
Vagamos durante días con la esperanza de encontrar una cara conocida, algún pasajero de nuestra malograda embarcación.


Dormíamos a cielo abierto hasta que encontramos un envoltorio para frigoríficos, una gran caja de cartón. La caja se convirtió en nuestra casa, nuestra habitación, nuestra cama, las paredes que amortiguaban nuestros llantos.
Comiendo raíces aprendimos que, no importa el lugar en que te halles, el sabor de la tierra es siempre muy parecido. Y no sé muy bien por qué, pero ello nos reconfortaba. Cada noche recorríamos las basuras del pueblo vecino en busca de alguna patata o algún tomate. Y en una de aquellas salidas nocturnas, mamá reconoció el rostro familiar de una mujer que había viajado y naufragado en nuestra misma embarcación. Mamá y ella se abrazaron. Y lloraron. Y se preguntaron por los demás. Y las dos respondieron con un triste movimiento de cabeza.
Aihala, así se llamaba nuestra nueva amiga, trasladó aquella misma noche su caja de cartón junto a la nuestra. Ahora, además de amortiguar los llantos, las cajas también hacían resonar nuestras risas. Parecía imposible pero, a pesar de todo, no se nos había olvidado reír.
Pasaron varias lunas. Nuevas amigas acercaron sus cajas de cartón a las nuestras. Juntas nos sentíamos seguras, incluso felices. Porque, como decía mamá, cuando se comparten las penas, las lágrimas son más pequeñas.
Había nacido un pueblo alrededor de nuestra vieja caja para embalar frigoríficos; un pueblo de cartón, pobre de solemnidad y, sin embargo, sonriente. Sonreíamos entre nosotras, y también sonreíamos a los habitantes del pueblo vecino. Algunos de ellos nos devolvían las sonrisas.
Pero no todo el mundo era amable con nosotras. Hubo, incluso, quien jugó con FUEGO. Sucedió bien entrada la noche; la única noche que jamás se borrará de mi memoria. El fuego se propagó desde todas las esquinas y en todas las direcciones. Todas las cajas ardieron. Ninguna pudo silenciar nuestros gritos de dolor. Nunca volví a ver a mamá. Tampoco a Aihala.
Me llevaron a un orfanato, y después quisieron que regresase a mi país. Pero en mi país nadie sabía de mí,  y aquí nadie parecía saber de mi país.

Finalmente fui adoptada y, al cabo de un tiempo, volví a sonreír. Parece imposible pero, a pesar de todo, no se me había olvidado sonreír.
Ahora soy feliz junto a mis nuevas mamás. Yo las quiero y ellas me quieren. Me quieren negra.
Vivo en un piso de cemento y ladrillo. Tengo mi habitación, mi cama, mi armario.
Y dentro del armario tengo una caja de cartón; una de esas donde guardamos los zapatos quienes tenemos zapatos. Pero en mi caja no hay zapatos, sino recuerdos. Porque no quiero olvidar.


No quiero olvidar el llanto de mamá. 
Ni tampoco su sonrisa.