Bueno, llegan las ansiadas vacaciones después de las duras jornadas de exámenes. Como despedida del año (no del curso, que queda mucho...) quiero dejaros este cuento que en principio es para niños (¿acaso no son los verdaderos protagonistas de estas fechas?) y por eso lo escribo con letra grande, pero cuando lo leáis comprobaréis que es también para mayores. Es melancólico como este tiempo de navidad, donde algunos vivimos acompañados por los recuerdos.
FELIZ AÑO A TODOS.
CAJA DE CARTÓN
Txabi Arnal & Hassan Amekan
Cuando nací mamá me metió en una
caja de cartón. Era una de esas cajas donde guardan sus zapatos quienes tienen
zapatos. Durante un tiempo la caja fue mi cuna, mi habitación, mi casa, las
paredes que amortiguaban el llanto de mamá.
Pocas semanas después mamá gastó todos sus ahorros. Compró un billete
para una embarcación que nos debía llevar a una tierra donde las niñas no
duermen en cajas, ni las mamás lloran.
Emprendimos el viaje a través del
mar. El segundo día nos sorprendió una tormenta. El barco zozobró, dio la
vuelta y caímos al mar. Mamá nadó desesperadamente hacia la costa, arrastrando
de mi pequeña embarcación de cartón. Sus paredes amortiguaron los gritos de
quienes no sabían nadar.
Llegamos a una playa solitaria.
Mamá y yo, nadie más. La marea se llevó mi caja mar adentro. Ya nada
amortiguaba el llanto de mamá.
Vagamos durante días con la
esperanza de encontrar una cara conocida, algún pasajero de nuestra malograda
embarcación.
Dormíamos a cielo abierto hasta que encontramos un envoltorio para
frigoríficos, una gran caja de cartón. La caja se convirtió en nuestra casa,
nuestra habitación, nuestra cama, las paredes que amortiguaban nuestros
llantos.
Comiendo raíces aprendimos que,
no importa el lugar en que te halles, el sabor de la tierra es siempre muy
parecido. Y no sé muy bien por qué, pero ello nos reconfortaba. Cada noche
recorríamos las basuras del pueblo vecino en busca de alguna patata o algún
tomate. Y en una de aquellas salidas nocturnas, mamá reconoció el rostro
familiar de una mujer que había viajado y naufragado en nuestra misma
embarcación. Mamá y ella se abrazaron. Y lloraron. Y se preguntaron por los
demás. Y las dos respondieron con un triste movimiento de cabeza.
Aihala, así se llamaba nuestra
nueva amiga, trasladó aquella misma noche su caja de cartón junto a la nuestra.
Ahora, además de amortiguar los llantos, las cajas también hacían resonar
nuestras risas. Parecía imposible pero, a pesar de todo, no se nos había olvidado
reír.
Pasaron varias lunas. Nuevas
amigas acercaron sus cajas de cartón a las nuestras. Juntas nos sentíamos
seguras, incluso felices. Porque, como decía mamá, cuando se comparten las
penas, las lágrimas son más pequeñas.
Había nacido un pueblo alrededor
de nuestra vieja caja para embalar frigoríficos; un pueblo de cartón, pobre de
solemnidad y, sin embargo, sonriente. Sonreíamos entre nosotras, y también
sonreíamos a los habitantes del pueblo vecino. Algunos de ellos nos devolvían
las sonrisas.
Pero no todo el mundo era amable
con nosotras. Hubo, incluso, quien jugó con FUEGO. Sucedió bien entrada la
noche; la única noche que jamás se borrará de mi memoria. El fuego se propagó
desde todas las esquinas y en todas las direcciones. Todas las cajas ardieron.
Ninguna pudo silenciar nuestros gritos de dolor. Nunca volví a ver a mamá.
Tampoco a Aihala.
Me llevaron a un orfanato, y
después quisieron que regresase a mi país. Pero en mi país nadie sabía de
mí, y aquí nadie parecía saber de mi
país.
Finalmente fui adoptada y, al cabo de un tiempo, volví a sonreír.
Parece imposible pero, a pesar de todo, no se me había olvidado sonreír.
Ahora soy feliz junto a mis
nuevas mamás. Yo las quiero y ellas me quieren. Me quieren negra.
Vivo en un piso de cemento y
ladrillo. Tengo mi habitación, mi cama, mi armario.
Y dentro del armario tengo una
caja de cartón; una de esas donde guardamos los zapatos quienes tenemos
zapatos. Pero en mi caja no hay zapatos, sino recuerdos. Porque no quiero
olvidar.
No quiero olvidar el llanto de
mamá.
Ni tampoco su sonrisa.